martes, 3 de marzo de 2009

Pesada herencia

Al arrojar el primer puñado de tierra sobre la fosa que guardaba los restos de su padre, Arturo Mendizábal se sintió aliviado; sensación poco perdurable en su vida, pues su fantasma lo acompañaría por siempre.

Cerró las canillas de la ducha, tomó el toallón y mientras se secaba se observó en el espejo. Ojos y cabellos negros, frente despejada, cara angulosa, nariz recta, un metro ochenta de fría elegancia, igual que su padre. Cada vez que se miraba tenía la sensación de no ser él mismo, sino una figura que se repetía en infinitas generaciones.
Cada día de su vida luchaba para no ser el heredero, para no seguir siendo un eslabón más de aquella maldita cadena. Por lo pronto, había decidido, no procrear, ser el último de su especie. Por supuesto que a los treinta años no se dedicaría al celibato, pero tomaría los recaudos correspondientes.
Vistiendo elegante sport, dejó la mansión a sus espaldas para dirigirse a la cochera, eligió el descapotable rojo y tomó la ruta hacia la estancia de los Ahumada. Debía romper el compromiso con María, decidido por sus padres desde que eran niños. No era que no la amara, era una cuestión de rebelde orgullo. La luna mostraba el camino de ondulantes cuchillas y excitaba sus sentidos.
La voz de su padre retumbó en su mente.
“Hijo, no podés renegar de tu sangre, no debés ni siquiera pensar en no tener descendencia; nuestra especie debe seguir y este es un mandato que va más allá de nosotros”
-¡Basta papá!- gritó en la soledad de la ruta.
“Arturo, no rompas el compromiso con María, lo lamentarás”
“Ya lo tengo decidido, voy a ser el último licántropo”
Detuvo el descapotable junto al monte de eucaliptos. La luna llena de aquel viernes hacía que su sangre se revolucionara. El aullido le llegó desde la profundidad del monte y ese olor, que traspasaba el aroma de los mismos árboles, enloquecía sus sentidos.
Dio tres vueltas sobre sí mismo y el elegante sport pasó a arrugarse sobre el suelo. Su cuerpo comenzó a transformarse rápida y violentamente; el alma del lobizón ya se había adueñado de su cuerpo. El lobo de negra pelambre, se revolcó sobre la hojarasca, cumpliendo con el rito de una completa metamorfosis.
Corrió entre la vegetación. Los ojos rojos y el olfato alerta lo condujeron hasta un claro, donde la luna iluminaba a una majestuosa loba dorada.
Detuvo su carrera y avanzó lentamente hacia ella. La hembra gruñó, él le mostró los colmillos haciéndole bajar la cabeza en señal de sumisión, dio un par de vueltas a su alrededor, olisqueándola, lamiéndola, mientras ella esperaba mansamente. Cuando comprobó que los genitales de la hembra estaban preparados cabalgó sobre ella bestialmente, hasta que sus fluidos llegaron a sus entrañas.
El amanecer lo descubrió durmiendo, vuelto a su forma humana. Abrió los ojos para encontrarse con la cabellera rubia de María Ahumada, descansando sobre su pecho. Observó su rostro luminoso y sonriente, durmiendo con esa paz que solamente tienen las hembras embarazadas.
DANIEL RICARDO QUIROGA

viernes, 27 de febrero de 2009

Patria

Ay Argentina, si no me doliesen tanto,
tus niños desamparados,
podría poner mi acento
sobre tus cumbres nevadas,
mis versos estallarían
entre tus selvas y pampas
y recorrer con palabras,
tus ríos y tu esperanza.

Ay Argentina, si no llevase en mi alma
treinta mil gritos sagrados
que retumban en las madres
Esas, de pañuelos blancos.
Cantaría yo a tu cielo
y a tu gente solidaria, a
tus trigales y sueños,
a tu mar y a tus montañas

Ay Argentina, si mi memoria fallara
y no llegasen a mis sueños
cientos de cruces blancas
abandonadas al alba
en unas remotas islas,
que todavía nos llaman.

Con que dulce melodía
sonaría mi guitarra
y mi voz enronquecida
repetiría para siempre
un grito desesperado
¡Te amo Argentina!
¡Te amo PATRIA!

Los caminos del amor

Reúne tus sueños y esperanzas y llegarás al amor,
junta tu fe y tus verdades y encontrarás al amor,
búscate a ti mismo en los ojos de un niño
y verás el amor,
acaricia las manos de una madre y sentirás
la fuerza del amor,
pronuncia una plegaria mirando al cielo
y verás la fuente del amor,
consuela a quien lo necesite
y sabrás del poder del amor,
abraza fuerte a tus amigos
y poseerás el abrigo del amor,
pon tus pies sobre el camino
y déjate llevar por el amor,
mantén tu mente abierta,
tu corazón expectante,
tus manos limpias
y el amor se derramará
sobre ti, como un bálsamo
cerrando tus heridas
escucha, con atención, el gorjeo
de los pájaros, el sonido de la lluvia,
una melodía en el aire
y oirás cantar al amor.
Entonces ¡necio! Por más que lo niegues
¡Tu eres el amor!

Venus

Vestía portaligas negras y llevaba el pelo oscuro suelto. Su cuerpo había sido hecho para el amor. Sus pezones apuntaban a mis ojos y su mirada se divertía con mi estúpida inexperiencia.
Desde que la conocí, le juro, doctor, me hice adicto a ella. Su delgada figura me acompañaba en el trabajo, en mi casa, por las calles. Las noches que no estaba con ella, se paseaba por mi cuarto. Su boca pequeña y sonriente rondaba mis sueños y mis pesadillas.
Sí, ya sé doctor, cualquiera se puede enamorar de una prostituta. Pero yo no la amaba, estaba enfermo de ella. Sus ojos verdes me desafiaban a desenfrenadas batallas sexuales y cuando pensaba que estaba exhausta, volvía a comenzar.
Pero amor no. Yo estaba enamorado de Gabriela. Desde los diez años, doctor.
Cuando por primera vez nos cruzamos en el colegio, los dos supimos que estaríamos juntos toda la vida y todos lo sabían. Nuestros padres, que en un principio creían que era un juego, terminaron aceptando que no podíamos vivir el uno sin el otro.
¿Por qué Gabriela no viene a verme, estará enojada, doctor?
En fin… ya vendrá. Es que la extraño ¿sabe? Y si no hubiese sido por esa puta de Venus, hoy estaríamos casados.
Y eran tan parecidas, físicamente, digo. Es verdad que los hombres nos enamoramos repetidamente de la misma mujer.
Lo raro fue que Venus se tomara con total tranquilidad la noticia del casamiento. No hubo escenas, ni llantos, ni amenazas de suicidios. Simplemente sonreía, desnuda y estúpidamente, sonreía.
Nunca me hubiese imaginado que ella, una mujer pura pasión, se resignara tan fácilmente es más, me pareció que se alegraba. Aún así, yo tenía mis resquemores.
Todo explotó el día de la boda en la mismísima iglesia ¿se imagina doctor? Todo el barrio estaba allí. Yo engalanado con impecable frac negro, esperaba ansioso la llegada de Gabriela. Hasta que los sones de la marcha nupcial dejaron ver a un ángel vestido de blanco, la gente murmuraba al verla tan hermosa. Caminó hacía mí, lenta, decididamente. No sé por qué en ese momento la figura de Venus cruzó por mi mente. Entonces ocurrió: primero desapareció el tul que cubría el rostro de Gabriela, luego las mangas de su vestido, después la falda y el corsé. Mientras caminaba, todo su atuendo se esfumaba, hasta quedar con el portaligas negro y el pelo suelto, y sonreía.
Con un grito demencial corrí hacía ella. Venus, con lascivia en sus ojos, me desafiaba nuevamente. Esta vez ganaría yo. La tomé del cuello y lo apreté con toda la furia de mi corazón, hasta que su cuerpo cayó a mis pies. Y todavía sonreía doctor le juro que sonreía.
¿Doctor, vendrá Gabriela a visitarme? Es que la extraño ¿sabe?

La isla

Cubierta de pinos, la isla, era una esmeralda en el plateado lago rodeado de montañas.
La lancha con motor fuera de borda, se detuvo frente al derruido amarradero. Marcelo, cuarenta y ocho años, el guarda parques, fue el primero en descender y amarrar la lancha, luego bajó Gabriel, topógrafo, treinta años y por último Andrea, veintisiete años, bióloga. El lanchero los ayudó a bajar las cajas que contenían víveres e instrumentos.
-En una semana nos vemos- se despidió, Marcelo del lanchero.
La cabaña de troncos, a escasos cien metros de la costa, se mantenía en buen estado, a pesar de los años de abandono.
Andrea abrió puertas y ventanas, para ventilarla y un sol primaveral iluminó el lugar.
Los tres habían sido enviados por el gobierno, para determinar si la isla era apta para construir un complejo vacacional.
-¿Ustedes notaron algo raro?- preguntó Marcelo.
-Demasiado silencio- contestó Andrea.
-Es cierto- agregó Gabriel – lo único audible es el rumor del agua bajando desde el cerro-
-Sí, no se escucha el canto de los pájaros, ni el gruñido de animal alguno- apuntó Andrea.
-Bueno, vamos a terminar de acondicionar la cabaña y mañana comenzaremos las investigaciones- dijo Marcelo.
El aroma de los pinos y el amanecer reflejándose en el lago, mostraban un paisaje de ensueño.
El guarda parques fue el primero en abandonar la cabaña, había visto una senda siguiendo el curso del arroyo y pensaba recorrerla.
Gabriel, con el teodolito a cuestas, se encaminó hacía la orilla del lago, para desde allí, comenzar las mediciones.
Con su mochila llena de frascos de plástico, Andrea se llegó hasta la confluencia del arroyo y el lago, ubicada a escasos doscientos metros de la cabaña.
Al mediodía, la brisa que susurraba entre los pinos se detuvo, solo el deslizarse del agua sobre las piedras, quebraba el escandaloso silencio. El sonido de pisadas, sobresaltó a la bióloga y un par de frascos rodaron hacía el suelo.
-¿Almorzamos?- preguntó Gabriel, con una sonrisa.

Al gran lonko se le escapaba la vida, en su ruca, los machis, habían formado un círculo y la tristeza del loncomeo, se elevaba como en una plegaria al compás del kultrun.
Con un hilo de voz llamó al mas anciano entre los machis y le susurró al oído “huapi, huapi”. Los ojos del cacique guerrero, quedaron fijos en un punto, más allá de la vida.
El anciano chamán, comunicó a sus pares la última voluntad del lonko y comenzaron a planificar la ceremonia y el entierro.

El atardecer comenzaba a poblar de sombras la silente isla.
-¿No está tardando demasiado Marcelo?- preguntó Andrea, tratando de abrir una lata de atún.
-Debe estar por llegar, dijo que volvería antes que cayera la noche- contestó Gabriel, mientras encendía los leños del hogar.
-Hay algo en esta isla que me estremece- dijo la bióloga exponiendo sus miedos.
El topógrafo, le preguntó por su trabajo, tratando de desviar la conversación y evitar sus propios temores.
Ya era noche cerrada cuando se retiraron a sus habitaciones, habían concluido, que si el guarda parques no regresaba al amanecer saldrían a buscarlo.
Esa noche Andrea soñó con una voz plañidera y el sonido de un tambor que invadían su alma poblándola de tristeza.

Cientos de canoas mapuches recorren el lago en dirección a la isla. En la delantera, el cadáver del cacique, acompañado de sus riquezas, oro, plata, cerámicas, los utensilios que lo acompañaron durante su vida y que seguirán con él por toda la eternidad.

Las primeras luces del amanecer comienzan a iluminar el sendero, que paralelo al arroyo lleva hacia la cascada. Andrea y Gabriel, ya están en camino, entre piedras, pinos y subidas, dificultando el ascenso, los rostros preocupados y temerosos se van perlando de sudor. Los acompaña el silencio, siempre el silencio.
A media mañana, hacen un alto para refrescar cabezas y gargantas, ante sus ojos la cascada, a escasos mil metros, transforma gotas en arco iris. Pero ellos no están de humor para admirar el paisaje, oscuros temores inunda sus almas y ese olor que se hace más intenso a medida que se acercan a la caída.
Se detienen junto a una bifurcación del sendero y Andrea nota que en la cascada y a través de la cortina de agua, hay una parte mas oscura.
-Una caverna- dice Gabriel y hacia allí se encaminan.
Sortean el camino de cornisa y atravesando la cascada se encuentran en la oscura caverna, el topógrafo enciende la linterna y un grito de espanto sacude la silenciosa isla.
El olor, ese olor maligno que entra por las fosas nasales y hace arder las gargantas y el cuerpo de Marcelo vacío de vida, en posición fetal y la alucinante locura que el olor desata en los jóvenes. El sonido del kultrun, le llega atravesando el rumor de la cascada. El joven guerrero mapuche sabe que esa es la señal para destapar el ánfora de cerámica que le han entregado los machis y sabe también que ese hecho acabará con su vida, pero él está allí para eso, fue elegido entre todos para ser el guardián de la tumba del lonko, él y la pócima que contiene el ánfora, detendrán a los saqueadores de tumbas

Alas

Mi nombre es Abdul Alí Ibrahim, tengo al frente un mar azul, ondulante, mágico, que detiene mis pasos. A mi espalda un desierto dorado, amenazante, me cierra la retirada, en este momento solo deseo tener alas.
Y ellos están allí, a caballo, cimitarra en mano y vienen por mí. Veinte turbantes negros me rodean. La voz del jeque llega hasta mis oídos.
-Abdul, eres hombre muerto- escupe sus palabras, sintiéndose dueño de mi destino.
Levanto los ojos al cielo, imploro que Alá me permita morir, con la dignidad de un guerrero.

Habían pasado dos largos meses desde que el jeque, mi señor Yasir, me encomendara la custodia de Zoraida. Desde Damasco a Marruecos debía conducir a la princesa, que al llegar sería la décimo tercera esposa del jeque. La promesa, de cuidarla aún a costa de mi vida, había sido hecha ante él y los ojos de Alá.
Recién al segundo día de partir pude ver sus ojos, negros, embriagadores, que me miraban entre curiosos y deslumbrados. Imaginé un rostro moreno, perfecto, detrás de su velo y un cuerpo de niña-mujer que se ocultaba entre sedosos tules.
El pequeño oasis, donde se había detenido la caravana, era iluminado por una clara luna llena. Alrededor del pozo de agua, las palmeras eran acariciadas por una suave brisa y mi joven alma se había sacudido ante su presencia. No me estaba permitido hablarle, solamente podría contestar sus preguntas.
-¿Cómo te llamas?- preguntó con una sonrisa bailando en sus ojos.
- Abdul, mi ama-
-No soy tu ama y mi nombre es Zoraida- y su voz sonó como si ante la incertidumbre de su destino, buscase una amistad protectora. Y siguió preguntando- ¿Cómo es el hombre que será mi esposo?- La voz de una de sus doncellas anunciando que la cena estaba servida postergó mi respuesta. Caminando hacía su tienda me dijo –Mañana me contarás todo-
-Si, mi ama- Respondí estúpidamente.
Al amanecer la caravana reanudaba su tranquila marcha. Sorpresivamente un hermoso corcel cabalgó hasta la vanguardia, deteniéndose a mi lado.
-As saalam alaykum- Saludó la princesa
-As saalam alaykum- Respondí, mirándola incrédulo. Vestía ropa de hombre y había abandonado el torpe andar del camello para cabalgar a mi lado.
-Espero tu respuesta- demandó.
-Mi señor Yasir –Comencé con tono balbuceante- Es un gran jeque, generoso con sus hombres y despiadadamente cruel con sus enemigos-
-¿Y que edad tiene?-
-Supongo que cincuenta-
-Pero, puede ser mi abuelo-
-Será un magnifico esposo y la princesa debe sentirse honrada de pertenecer al harem de mi señor-
Sus ojos centellearon y pensé en escuchar una maldición, pero espoleó su caballo y salió disparada hacia el mar de arena que nos rodeaba. Sin pensarlo salí tras ella. Rápidamente la caravana solo fue una mancha a mi espalda. Su caballo era veloz, pero el mío estaba acostumbrado a cabalgar en la arena. La vi detenerse bruscamente, en el horizonte, un torbellino oscuro se dirigía hacía nosotros, pronto estuve a su lado.
-El simún- grité- el viento de la muerte- Me arrojé del caballo, tomando a la princesa por la cintura, la deposité en la arena, hice que los dos animales se echaran de costado, tapando sus cabezas con mantas, abrazados y temerosos nos acurrucamos junto al vientre de mi caballo. –Alá nos proteja- pidió estrujándose a mi pecho. El viento aullaba, la arena golpeaba y laceraba mi cuerpo. Su cuerpo se estremecía y su corazón parecía querer estallar, sentí la humedad de sus lágrimas correr por mi piel.
-Tranquila, tranquila- susurré en su oído, hasta sentir que su respiración se relajaba.
Tan violentamente como había llegado, el simún había desaparecido. Aparté suavemente su cabeza de mi pecho y nos incorporamos. Su caballo había desaparecido. Quité la manta del mío y con un relincho se levantó. Un nuevo paisaje se mostraba ante nuestros ojos. El viento había trastocado dunas por llanos y viceversa. Sí bien los años de vivir en el desierto, me habían enseñado que el temor era mal consejero, algo parecido al miedo recorrió mi espalda. Andando siempre al oeste, con el sol como guía, soñando que en cualquier momento la caravana apareciera ante nosotros, cabalgamos durante horas. El desierto comenzaba a teñirse de rojo cuando divisé el verde de las copas de las palmeras.
Las estrellas resbalaban entre ellas. Saciada nuestra sed, devorados los pocos dátiles de mi alforja, agradecimos a Alá.
-Por mi culpa- dijo, a punto de quebrarse por el llanto. Y pude ver su alma de niña temerosa, frágil, a través de sus ojos.
-Nuestros destinos están marcados por Alá, nosotros solo seguimos su rumbo- contesté.
Se acercó despacio, se quitó el velo del rostro y nos besamos, con todos nuestros amores, con todos nuestros sueños, con todas nuestras vidas, vividas y por vivir. Bese sus ojos y sus manos, sus pechos y su sexo. Nos amamos desesperadamente, uno sobre el otro y los dos sobre el mundo. Nos dormimos abrazados, acurrucados.
Nunca supe si me había despertado el resplandor del sol o el grito aterrador de Zoraida, cuando una daga acababa con su vida. Perplejo, desesperado, grité su nombre y maldije a su asesino, quise correr hacia ella, unos brazos me detuvieron me arrastraron y me arrojaron a los pies de mi señor Yasir.
- ¡Perro!, tu morirás en la plaza mayor, para escarmiento de los traidores-
Me incorporé y escupí su rostro pidiéndole que me matara junto a ella. Una sonrisa maligna atravesó su rostro.
-¡Nunca! –gritó- ¡nunca!-
Fui amarrado, montado a mi caballo y cabalgué rumbo a mi muerte. Nada me importaba, nada.
Marchamos por el desierto durante todo el día. Un rencoroso veneno corría por mis venas. No me dieron ni agua, ni comida. Solo el odio alimentaba mi ser. Se hizo noche. Alguien se descuidó pensando que estaba exhausto, me hice sombra entre las sombras y huí.

Y ahora están otra vez sobre mí. Ya los perros huelen sangre, pero el momento de mi muerte será mi elección. Me rodean, buscó al jeque y con el alfanje en la diestra y mi odio como escudo galopo hacia él. Siento cortes y pinchazos, siento mi muerte en el alma, siento su carne en mi filo, siento su vida que acaba. Caigo sobre la arena y los ojos de Zoraida como si fuesen dos alas, llevan mi alma, hacia el cielo de los guerreros.Insch’ Alá.

El escritor y la muerte

El Peugueot negro se deslizaba sobre el camino de tierra, a su izquierda
las apacibles aguas del lago, a su derecha el pinar y las cabañas sobre la
ladera de la montaña. El motor del coche se detuvo frente a la última de las construcciones.
El conductor bajó, miro la cabaña con la nostalgia de quién mira algo por última vez y una tristeza de muerte se hizo mueca en sus labios. Del baúl sacó una maleta semivacía y la antigua Olivetti de viaje.
El hombre, tan viejo como alguien puede serlo después de vivir casi un siglo, entró a la cabaña, acomodó con dulzura, su maquina de escribir sobre la mesa de troncos y de la valija extrajo un par de botellas de brandy que estacionó junto a la maquina.
A medida que recorría la cabaña cientos de imágenes se agolpaban en su mente, quizás no recordara que había almorzado un par de horas antes, pero recordaba claramente escenas de su niñez, tras sus ojos negros, la figura de la muerte se mostraba cada vez con mas claridad, sabía que ella lo acechaba, agazapada, esperando por el zarpazo final, pero el tenía un arma poderosa, sí que la tenía, se dedicaría a escribir, a esperar la muerte escribiendo y narrando paso a paso cada uno de los sentimientos que lo acompañaran al más allá y posiblemente ante cada palabra ella retardara el golpe final y podría seguir escribiendo por toda la eternidad.
Con mano aún firme, llenó hasta la mitad el vaso de brandy y sus huesudos dedos comenzaron a acariciar el teclado, con la dulzura de una madre al amamantar, la vieja maquina fue depositando su tinta sobre el enamorado papel y así surgieron recuerdos, emociones y sentimientos que daban forma de novela, a aquel encuentro entre el viejo escritor y la muerte.
Al llegar a la pagina cincuenta un dolor agudo en el pecho, detuvo por unos instantes su tarea, el brazo izquierdo comenzó a paralizarse y su mano cayó a un costado de su cuerpo, se sirvió un poco mas de brandy y recomenzó su escritura con la mano derecha.
El atardecer se fue perdiendo tras las montañas y una lacustre luna otoñal, hacía su ronda adornada de estrellas. La maquina de escribir, acompañaba con su canto a grillos y ranas, la noche cubría con piadoso manto la desigual batalla, mientras el viejo escritor se aferraba a la vida con cada palabra, con cada coma, con cada verbo y sustantivo, cada letra era una barricada que se levantaba contra la parca, pero ella testaruda llenaba cada segundo con nuevos dolores y espasmos, que le arrancaban mudas quejas de dolor.
Pasaron horas y días, pasaron inviernos y primaveras, a cada dolor, las letras escritas eran mas fuertes, a cada embate de la muerte el anciano respondía con milagrosas palabras, en un momento el corazón se le detuvo y sus dedos, con supremo esfuerzo llegaron a escribir “AMOR” y la lucha continuó.
Cielos e infiernos, dioses y diablos estuvieron por única vez de acuerdo, la muerte enfrascada en su mano a mano con el escritor dejó de lado su diaria tarea y el mundo quedó sin renovación de almas, las voces, celestiales y satánicas tronaron al unísono “TERMINA YA TU DISPUTA”.
Quien pase a orillas del lago podrá escuchar el monocorde sonido del viejo teclado enamorando al papel.

Los fantasmas de Lozadur

Amores, olvidos y muertes juegan en el pasado. Apareciendo, como fantasmas, detrás de lo cotidiano.

En Villa Adelina, la primavera, desparramaba a conciencia, colores y aromas, sobre plazas y jardines. El parque “De Los Inmigrantes”, se mostraba ante mis ojos como una porción del Edén. La última vuelta de mi caminata habitual había concluido. Al llegar al cruce de Soldado de Malvinas y Los Ceibos apareció ante mí. Sucio, maloliente, con el pelo entrecano, largo y revuelto. La camisa de color incierto, cubierta de manchas, el pantalón con las mismas características, anudado a la cintura por lo que alguna vez fue una corbata. De regular altura y años sin tiempo, el vagabundo se me acercó. Sus ojos oscuros mostraban una mansa locura. Una palidez fantasmal invadía su rostro. Recordaba haberlo visto una que otra vez. Caminando por Avenida de Mayo o haberlo cruzado por la estación. Pero esta vez se había hecho visible. Había dejado de ser parte del paisaje.
-Buenos días escritor ¿me convida un cigarrillo?- Quedé sorprendido por su conocimiento de mis ansias literarias.
-¿Cómo sabe que me gusta escribir?- Pregunté mientras le alcanzaba un cigarrillo.
-Conozco más cosas sobre Villa Adelina de las que muchos se imaginan y si me acompaña hasta donde los Ceibos se transforma en paredón le contaré una historia-
Caminamos las tres cuadras que nos separaban de nuestro objetivo. Acostumbrado a su olor y a su presencia, entre escéptico y curioso me dispuse a escuchar su historia. Le alcancé otro cigarrillo, mientras él me observaba feliz. Sintiéndose dueño de la escena.
-Detrás de este muro blanco –Comenzó su relato- funcionó hasta fines del año 1987 la fábrica de porcelanas “Lozadur”. Cientos de historias aún desparraman recuerdos entre sus paredes. Recordará usted que algunos hechos tortuosos, con desapariciones incluidas, acaecieron en la década infame. Y otros, no del todo claros que nos hablan de grandes desfalcos y del personal cobrando en mercadería sus sueldos. Pero hoy le voy a contar sobre el amor y de como el destino teje sus hilos más allá de nuestro alcance.- Hizo una pausa, como esperando que su memoria pusiese en palabras sus recuerdos
-A veces amigo –continuo- el amor juega a las escondidas. Toda la fábrica aguardaba, que la primavera hiciese germinar el romance entre Enrique y Andrea. Todos sabían, que Cupido había lanzado sus dardos, sobre los corazones del joven chaqueño, de la sección mantenimiento y la rubia de contaduría. Se miraban, se buscaban, se sonreían. Quizás, la parquedad de él o la timidez de ella, fuesen los lazos que no le permitían dar el primer paso. Tal vez el destino, estuviese esperando el lugar y el momento exacto, para que sus labios y sus sueños se fundiesen en un todo. El verano había comenzado caliente, como la sangre que golpeaba en las mejillas del joven. Cuando al fin se animó.
-¿Te puedo acompañar a tu casa, esta tarde?- Le preguntó. Ella lo miró sorprendida y con una sonrisa brillando en sus ojos le respondió.
-Bueno, esperame a las seis en Perito Moreno y las vías-
-Se imagina escritor, la alegría del joven. Aquel día trabajó como si cobrase horas extras. Mirando el reloj a cada instante y con un chamamé bailando en su alma. Dominado por la ansiedad escuchó el silbato de salida. Antes que dieran las seis esperaba en el lugar indicado. Prendió un cigarrillo, miró pasar el tren y esperó. Los segundos se hicieron minutos y los minutos horas. Y ella sin aparecer. –Pendeja de mierda- Masculló mientras su figura se perdía por Piedrabuena.
Una semana estuvo Andrea tratando de verlo y explicarle lo que le había sucedido. Siete días en los cuales Enrique la ignoraba, la evitaba. Su orgullo de macho había sido lastimado y necesitaba tiempo para lamerse la herida. En uno de los pasillos de la fábrica se encontraron frente a frente. Ella llevando unas carpetas, el una llave inglesa. El orgullo y la estupidez desaparecieron al verla tan hermosa y escuchó la explicación.
-Me vino a buscar mi papá, sabés, nunca me viene a buscar. No le podía decir que vos me estabas esperando. Si querés, hoy me podés acompañar- El se perdió en sus ojos celestes.
-Está bien- Le contestó. Pero en un juego estúpido de poderes y orgullos, esta vez fue él quien faltó a la cita. Después llegaron las vacaciones. Primero Enrique partió hacia el Chaco a visitar a su familia. A su regreso fue Andrea la que salía hacia la costa. Entonces el amor pareció quedarse dormido y dispuesto a olvidar. Pasaron las vacaciones y los desencuentros. Las miradas y las palabras volvieron a cruzarse. Perito Moreno y las vías fueron los mudos testigos del primer beso, tantas veces postergado. Villa Adelina se estremeció con aquel amor joven, puro, primero. Caminaron tomados de la mano hasta llegar a Independencia y El Indio. Se despidieron con un beso profundo, robador de aliento. Se prometieron acompañarse todos los días del resto de sus vidas.
En su regreso, sentía latir en sus labios, los de ella, sentía su perfume rodeándolo, todo su ser vibraba sintiendo aún su presencia. Imaginó una casita blanca, un jardín de rojos rosales, un patio con niños jugando. Y no lo vio, no lo escuchó. Y el maldito tren se llevó su vida, su amor y sus sueños.-
El vagabundo detuvo su relato y escondió la mirada. Me pareció ver un par de lágrimas sobre sus mejillas. Me miró por última vez y me dijo – Es el destino- mientras atravesaba el blanco paredón.

La casa de piedra

La casa de piedra, atascada en la ladera del cerro, estaba allí desde tiempo inmemorial. A su lado un pequeño corral, también de piedra construido, daba albergue a las siete cabras, que constituían la majada de doña Francisca. De ojos aindiados, piel morena y arrugada, cabello blanco, de edad incierta y vestida de negro. Solía verse a la anciana bajando del cerro, pitando un chala, arriando sus cabras. Los pobladores más antiguos de la zona, aseguran que, cuando ellos eran niños, doña Francisca ya era vieja.
Dicen que nació junto con la casa, que nunca tuvo hombre. Algunos, los más ladinos, afirman que es amante de “Coquena”, el protector de las majadas y que las cabras son sus descendientes. Otros juran que en las noches carnavalescas, su cuerpo retorna a la juventud y desaparece en las salamancas. Que endemoniada su alma, danza carnavalitos y zambas, entre brujas y mandingas hasta que el sol la llama.
El hombre llegó a caballo, cuando el atardecer se anunciaba. Poncho rojo, sombrero negro de ala ancha, espuelas y facón de plata. Con la guitarra en la espalda. Ató el zaino al palenque y como al descuido, entró a la casa. La anciana no lo miró. Sentada, siguió pelando sus habas. El lugar olía a humo y azufre. En el fogón, sobre un fuego de inextinguible llama. Una negra olla, donde mágicas pociones, lentamente se mezclaban.
-Es inútil que me ignores Francisca- Dijo él con vos pausada.
-Lo inútil, Pedro, es que te hayas llegado hasta mi casa, sin haber sido invitado.-
-Soy el portador de la llave que todas las puertas abre. No necesito permiso para entrar allí donde mi Señor me mande-
La casa comenzó a crujir y a moverse como si su alma temblase. Oscuros frascos de vidrio, sobre los estantes bailaron, amenazando caerse con su carga de brebajes.
-¡Por mandinga! No nombres al que te manda- gritó la vieja asustada. Mientras una cola roja crecía a sus espaldas.
Afuera, la oscuridad fue matando los colores de los cerros y un silencioso presagio se abatió en la quebrada. Ni las estrellas brillaron, ni la luna quiso mostrar su cara. Sabían que los conjuros estaban saltando de labio en labio.
Lentamente, el cuerpo de la vieja se transformaba. La cola se le hizo larga. Las manos se hicieron garras y en la frente dos cuernos apuntaban hacia Pedro, como queriendo toparlo.
El hombre observó con pena, como la vieja y mandinga moraban la misma alma. Un rayo cruzó la noche, como si fuese “luz mala”. Mientras Pedro con toda calma, acarició las cuerdas de su guitarra. El oscuro retrocedió envuelto en mil llamaradas. Nombrando a todo el averno, para que lo ayuden a vencer al santo. Al momento, la casa se inundó de voces y maldiciones, de gritos y de amenazas. De ánimas de toda laya, para doblegar al hombre. Más Pedro, sin hacer caso, con la guitarra en la mano, cantó bagualas y salmos, chacareras y benditos, para callar al maldito. Se hizo un silencio profundo, mientras el santo cantaba y con su voz desterraba, los males de la siniestra casa. Así, todos los diablos huyeron, con el rabo entre las patas y sin abrir el hocico.
El alma de la anciana recuperó su transparencia, fue volviendo su inocencia como si una niña fuese y hacia los cielos subió, con San Pedro de la mano. De la casa y el corral, ya ninguno se recuerda, solo se tienen mentas de aquél cerro colorado, donde mandinga se entierra, saliendo solo las noches, cuando el carnaval lo reclama.