martes, 3 de marzo de 2009

Pesada herencia

Al arrojar el primer puñado de tierra sobre la fosa que guardaba los restos de su padre, Arturo Mendizábal se sintió aliviado; sensación poco perdurable en su vida, pues su fantasma lo acompañaría por siempre.

Cerró las canillas de la ducha, tomó el toallón y mientras se secaba se observó en el espejo. Ojos y cabellos negros, frente despejada, cara angulosa, nariz recta, un metro ochenta de fría elegancia, igual que su padre. Cada vez que se miraba tenía la sensación de no ser él mismo, sino una figura que se repetía en infinitas generaciones.
Cada día de su vida luchaba para no ser el heredero, para no seguir siendo un eslabón más de aquella maldita cadena. Por lo pronto, había decidido, no procrear, ser el último de su especie. Por supuesto que a los treinta años no se dedicaría al celibato, pero tomaría los recaudos correspondientes.
Vistiendo elegante sport, dejó la mansión a sus espaldas para dirigirse a la cochera, eligió el descapotable rojo y tomó la ruta hacia la estancia de los Ahumada. Debía romper el compromiso con María, decidido por sus padres desde que eran niños. No era que no la amara, era una cuestión de rebelde orgullo. La luna mostraba el camino de ondulantes cuchillas y excitaba sus sentidos.
La voz de su padre retumbó en su mente.
“Hijo, no podés renegar de tu sangre, no debés ni siquiera pensar en no tener descendencia; nuestra especie debe seguir y este es un mandato que va más allá de nosotros”
-¡Basta papá!- gritó en la soledad de la ruta.
“Arturo, no rompas el compromiso con María, lo lamentarás”
“Ya lo tengo decidido, voy a ser el último licántropo”
Detuvo el descapotable junto al monte de eucaliptos. La luna llena de aquel viernes hacía que su sangre se revolucionara. El aullido le llegó desde la profundidad del monte y ese olor, que traspasaba el aroma de los mismos árboles, enloquecía sus sentidos.
Dio tres vueltas sobre sí mismo y el elegante sport pasó a arrugarse sobre el suelo. Su cuerpo comenzó a transformarse rápida y violentamente; el alma del lobizón ya se había adueñado de su cuerpo. El lobo de negra pelambre, se revolcó sobre la hojarasca, cumpliendo con el rito de una completa metamorfosis.
Corrió entre la vegetación. Los ojos rojos y el olfato alerta lo condujeron hasta un claro, donde la luna iluminaba a una majestuosa loba dorada.
Detuvo su carrera y avanzó lentamente hacia ella. La hembra gruñó, él le mostró los colmillos haciéndole bajar la cabeza en señal de sumisión, dio un par de vueltas a su alrededor, olisqueándola, lamiéndola, mientras ella esperaba mansamente. Cuando comprobó que los genitales de la hembra estaban preparados cabalgó sobre ella bestialmente, hasta que sus fluidos llegaron a sus entrañas.
El amanecer lo descubrió durmiendo, vuelto a su forma humana. Abrió los ojos para encontrarse con la cabellera rubia de María Ahumada, descansando sobre su pecho. Observó su rostro luminoso y sonriente, durmiendo con esa paz que solamente tienen las hembras embarazadas.
DANIEL RICARDO QUIROGA

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