viernes, 27 de febrero de 2009

Alas

Mi nombre es Abdul Alí Ibrahim, tengo al frente un mar azul, ondulante, mágico, que detiene mis pasos. A mi espalda un desierto dorado, amenazante, me cierra la retirada, en este momento solo deseo tener alas.
Y ellos están allí, a caballo, cimitarra en mano y vienen por mí. Veinte turbantes negros me rodean. La voz del jeque llega hasta mis oídos.
-Abdul, eres hombre muerto- escupe sus palabras, sintiéndose dueño de mi destino.
Levanto los ojos al cielo, imploro que Alá me permita morir, con la dignidad de un guerrero.

Habían pasado dos largos meses desde que el jeque, mi señor Yasir, me encomendara la custodia de Zoraida. Desde Damasco a Marruecos debía conducir a la princesa, que al llegar sería la décimo tercera esposa del jeque. La promesa, de cuidarla aún a costa de mi vida, había sido hecha ante él y los ojos de Alá.
Recién al segundo día de partir pude ver sus ojos, negros, embriagadores, que me miraban entre curiosos y deslumbrados. Imaginé un rostro moreno, perfecto, detrás de su velo y un cuerpo de niña-mujer que se ocultaba entre sedosos tules.
El pequeño oasis, donde se había detenido la caravana, era iluminado por una clara luna llena. Alrededor del pozo de agua, las palmeras eran acariciadas por una suave brisa y mi joven alma se había sacudido ante su presencia. No me estaba permitido hablarle, solamente podría contestar sus preguntas.
-¿Cómo te llamas?- preguntó con una sonrisa bailando en sus ojos.
- Abdul, mi ama-
-No soy tu ama y mi nombre es Zoraida- y su voz sonó como si ante la incertidumbre de su destino, buscase una amistad protectora. Y siguió preguntando- ¿Cómo es el hombre que será mi esposo?- La voz de una de sus doncellas anunciando que la cena estaba servida postergó mi respuesta. Caminando hacía su tienda me dijo –Mañana me contarás todo-
-Si, mi ama- Respondí estúpidamente.
Al amanecer la caravana reanudaba su tranquila marcha. Sorpresivamente un hermoso corcel cabalgó hasta la vanguardia, deteniéndose a mi lado.
-As saalam alaykum- Saludó la princesa
-As saalam alaykum- Respondí, mirándola incrédulo. Vestía ropa de hombre y había abandonado el torpe andar del camello para cabalgar a mi lado.
-Espero tu respuesta- demandó.
-Mi señor Yasir –Comencé con tono balbuceante- Es un gran jeque, generoso con sus hombres y despiadadamente cruel con sus enemigos-
-¿Y que edad tiene?-
-Supongo que cincuenta-
-Pero, puede ser mi abuelo-
-Será un magnifico esposo y la princesa debe sentirse honrada de pertenecer al harem de mi señor-
Sus ojos centellearon y pensé en escuchar una maldición, pero espoleó su caballo y salió disparada hacia el mar de arena que nos rodeaba. Sin pensarlo salí tras ella. Rápidamente la caravana solo fue una mancha a mi espalda. Su caballo era veloz, pero el mío estaba acostumbrado a cabalgar en la arena. La vi detenerse bruscamente, en el horizonte, un torbellino oscuro se dirigía hacía nosotros, pronto estuve a su lado.
-El simún- grité- el viento de la muerte- Me arrojé del caballo, tomando a la princesa por la cintura, la deposité en la arena, hice que los dos animales se echaran de costado, tapando sus cabezas con mantas, abrazados y temerosos nos acurrucamos junto al vientre de mi caballo. –Alá nos proteja- pidió estrujándose a mi pecho. El viento aullaba, la arena golpeaba y laceraba mi cuerpo. Su cuerpo se estremecía y su corazón parecía querer estallar, sentí la humedad de sus lágrimas correr por mi piel.
-Tranquila, tranquila- susurré en su oído, hasta sentir que su respiración se relajaba.
Tan violentamente como había llegado, el simún había desaparecido. Aparté suavemente su cabeza de mi pecho y nos incorporamos. Su caballo había desaparecido. Quité la manta del mío y con un relincho se levantó. Un nuevo paisaje se mostraba ante nuestros ojos. El viento había trastocado dunas por llanos y viceversa. Sí bien los años de vivir en el desierto, me habían enseñado que el temor era mal consejero, algo parecido al miedo recorrió mi espalda. Andando siempre al oeste, con el sol como guía, soñando que en cualquier momento la caravana apareciera ante nosotros, cabalgamos durante horas. El desierto comenzaba a teñirse de rojo cuando divisé el verde de las copas de las palmeras.
Las estrellas resbalaban entre ellas. Saciada nuestra sed, devorados los pocos dátiles de mi alforja, agradecimos a Alá.
-Por mi culpa- dijo, a punto de quebrarse por el llanto. Y pude ver su alma de niña temerosa, frágil, a través de sus ojos.
-Nuestros destinos están marcados por Alá, nosotros solo seguimos su rumbo- contesté.
Se acercó despacio, se quitó el velo del rostro y nos besamos, con todos nuestros amores, con todos nuestros sueños, con todas nuestras vidas, vividas y por vivir. Bese sus ojos y sus manos, sus pechos y su sexo. Nos amamos desesperadamente, uno sobre el otro y los dos sobre el mundo. Nos dormimos abrazados, acurrucados.
Nunca supe si me había despertado el resplandor del sol o el grito aterrador de Zoraida, cuando una daga acababa con su vida. Perplejo, desesperado, grité su nombre y maldije a su asesino, quise correr hacia ella, unos brazos me detuvieron me arrastraron y me arrojaron a los pies de mi señor Yasir.
- ¡Perro!, tu morirás en la plaza mayor, para escarmiento de los traidores-
Me incorporé y escupí su rostro pidiéndole que me matara junto a ella. Una sonrisa maligna atravesó su rostro.
-¡Nunca! –gritó- ¡nunca!-
Fui amarrado, montado a mi caballo y cabalgué rumbo a mi muerte. Nada me importaba, nada.
Marchamos por el desierto durante todo el día. Un rencoroso veneno corría por mis venas. No me dieron ni agua, ni comida. Solo el odio alimentaba mi ser. Se hizo noche. Alguien se descuidó pensando que estaba exhausto, me hice sombra entre las sombras y huí.

Y ahora están otra vez sobre mí. Ya los perros huelen sangre, pero el momento de mi muerte será mi elección. Me rodean, buscó al jeque y con el alfanje en la diestra y mi odio como escudo galopo hacia él. Siento cortes y pinchazos, siento mi muerte en el alma, siento su carne en mi filo, siento su vida que acaba. Caigo sobre la arena y los ojos de Zoraida como si fuesen dos alas, llevan mi alma, hacia el cielo de los guerreros.Insch’ Alá.

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