viernes, 27 de febrero de 2009

La casa de piedra

La casa de piedra, atascada en la ladera del cerro, estaba allí desde tiempo inmemorial. A su lado un pequeño corral, también de piedra construido, daba albergue a las siete cabras, que constituían la majada de doña Francisca. De ojos aindiados, piel morena y arrugada, cabello blanco, de edad incierta y vestida de negro. Solía verse a la anciana bajando del cerro, pitando un chala, arriando sus cabras. Los pobladores más antiguos de la zona, aseguran que, cuando ellos eran niños, doña Francisca ya era vieja.
Dicen que nació junto con la casa, que nunca tuvo hombre. Algunos, los más ladinos, afirman que es amante de “Coquena”, el protector de las majadas y que las cabras son sus descendientes. Otros juran que en las noches carnavalescas, su cuerpo retorna a la juventud y desaparece en las salamancas. Que endemoniada su alma, danza carnavalitos y zambas, entre brujas y mandingas hasta que el sol la llama.
El hombre llegó a caballo, cuando el atardecer se anunciaba. Poncho rojo, sombrero negro de ala ancha, espuelas y facón de plata. Con la guitarra en la espalda. Ató el zaino al palenque y como al descuido, entró a la casa. La anciana no lo miró. Sentada, siguió pelando sus habas. El lugar olía a humo y azufre. En el fogón, sobre un fuego de inextinguible llama. Una negra olla, donde mágicas pociones, lentamente se mezclaban.
-Es inútil que me ignores Francisca- Dijo él con vos pausada.
-Lo inútil, Pedro, es que te hayas llegado hasta mi casa, sin haber sido invitado.-
-Soy el portador de la llave que todas las puertas abre. No necesito permiso para entrar allí donde mi Señor me mande-
La casa comenzó a crujir y a moverse como si su alma temblase. Oscuros frascos de vidrio, sobre los estantes bailaron, amenazando caerse con su carga de brebajes.
-¡Por mandinga! No nombres al que te manda- gritó la vieja asustada. Mientras una cola roja crecía a sus espaldas.
Afuera, la oscuridad fue matando los colores de los cerros y un silencioso presagio se abatió en la quebrada. Ni las estrellas brillaron, ni la luna quiso mostrar su cara. Sabían que los conjuros estaban saltando de labio en labio.
Lentamente, el cuerpo de la vieja se transformaba. La cola se le hizo larga. Las manos se hicieron garras y en la frente dos cuernos apuntaban hacia Pedro, como queriendo toparlo.
El hombre observó con pena, como la vieja y mandinga moraban la misma alma. Un rayo cruzó la noche, como si fuese “luz mala”. Mientras Pedro con toda calma, acarició las cuerdas de su guitarra. El oscuro retrocedió envuelto en mil llamaradas. Nombrando a todo el averno, para que lo ayuden a vencer al santo. Al momento, la casa se inundó de voces y maldiciones, de gritos y de amenazas. De ánimas de toda laya, para doblegar al hombre. Más Pedro, sin hacer caso, con la guitarra en la mano, cantó bagualas y salmos, chacareras y benditos, para callar al maldito. Se hizo un silencio profundo, mientras el santo cantaba y con su voz desterraba, los males de la siniestra casa. Así, todos los diablos huyeron, con el rabo entre las patas y sin abrir el hocico.
El alma de la anciana recuperó su transparencia, fue volviendo su inocencia como si una niña fuese y hacia los cielos subió, con San Pedro de la mano. De la casa y el corral, ya ninguno se recuerda, solo se tienen mentas de aquél cerro colorado, donde mandinga se entierra, saliendo solo las noches, cuando el carnaval lo reclama.

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